¡QUIÁ!
Golpes de pecho
HAY una docena de denuncias contra el presidente de la Generalidad
por su presunto delito de desobediencia. Pero él se siente seguro. Cree
que ninguna de las denuncias basadas en ese delito, que comporta la
inhabilitación política, prosperará. El delito de desobediencia precisa
de papel y timbre donde se detallen las instrucciones a cumplir. Es un
delito muy formalista, casi puntilloso; debe incluir un requerimiento
personal, no genérico, y la expresión concreta de las consecuencias del
incumplimiento. Cualquiera pudo ver cómo el presidente Mas cumplía su
promesa política del 9 de noviembre. Se trató de la primera victoria
catalana después de 300 años y de ahí que el presidente transite estos
días por las calles de Cataluña con el semblante que se le puso a aquel
rubio Koeman. Pero esa victoria se produjo haciendo caso omiso de la
última instrucción del Tribunal Constitucional que exigía a la
Generalidad que se mantuviera al margen de la votación. Insisto en que
la desobediencia se exhibió: el presidente se aporreaba el pecho
diciendo fiscales a mí y la vicepresidenta Ortega, sísí emperatriz,
informaba del recuento. Pero el Derecho, por suerte, necesita algo más
que impresiones ópticas.
Lo cierto es que el presidente Mas pudo llamarse a engaño. El Constitucional no le dijo que en caso contrario se atuviera a las consecuencias. Hay discrepancias sobre su facultad para emitir ese requerimiento y sobre su auctoritas concreta respecto del gobierno de la Generalidad. Por el contrario no hay ninguna discrepancia sobre una evidencia lacerante: esa autoridad sí la tenía el gobierno del Estado. Antes del 9 o incluso el mismo 9, hecha un hecho la desobediencia, un decreto gubernamental podría haber advertido al presidente Mas de lo que se le venía encima. ¡Y solo entonces se le habría venido encima! Esta actuación del Gobierno habría evitado, entre otros daños, la práctica ruptura del poder judicial que conlleva la grave discrepancia entre el fiscal general y los fiscales catalanes acerca de la presentación de una querella contra las autoridades catalanas. El presidente Rajoy debería aclarar por qué no conminó a obedecer al gobierno de la Generalidad y por qué, en consecuencia, el estado de derecho entró en dolorosa suspensión en Cataluña. Máxime sospechando, como sospecho, que por esa vía los golpes de pecho del presidente Mas habrían sido los dóciles del que peca por pensamiento y palabra, pero no por obra.
Lo cierto es que el presidente Mas pudo llamarse a engaño. El Constitucional no le dijo que en caso contrario se atuviera a las consecuencias. Hay discrepancias sobre su facultad para emitir ese requerimiento y sobre su auctoritas concreta respecto del gobierno de la Generalidad. Por el contrario no hay ninguna discrepancia sobre una evidencia lacerante: esa autoridad sí la tenía el gobierno del Estado. Antes del 9 o incluso el mismo 9, hecha un hecho la desobediencia, un decreto gubernamental podría haber advertido al presidente Mas de lo que se le venía encima. ¡Y solo entonces se le habría venido encima! Esta actuación del Gobierno habría evitado, entre otros daños, la práctica ruptura del poder judicial que conlleva la grave discrepancia entre el fiscal general y los fiscales catalanes acerca de la presentación de una querella contra las autoridades catalanas. El presidente Rajoy debería aclarar por qué no conminó a obedecer al gobierno de la Generalidad y por qué, en consecuencia, el estado de derecho entró en dolorosa suspensión en Cataluña. Máxime sospechando, como sospecho, que por esa vía los golpes de pecho del presidente Mas habrían sido los dóciles del que peca por pensamiento y palabra, pero no por obra.
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